Esta dinámica de castigo y venganza en forma de justicia se halla a merced de su punto cercano de peligro, el cual consiste en aplicar los códigos punitivos a crímenes que la sociedad predominante no reconoce como tales. Entonces la pregunta: ¿qué si yo castigara con la vehemencia que la sociedad sabe a cuestiones que a mi criterio, y el de otras personas más, son faltas?
Si es peligroso es porque de aplicarse castigos a crímenes contra animales — humanos y no humanos — y la Tierra, que la mayoría de las personas perpetran a diario sin consciencia, el estado de guerra social sería insostenible, y el grado de aceptación (de que lo que se practica como normal en verdad es insano) requerido para sanar no podría ser alcanzado a tiempo por una mayoría que ha logrado codificar la indiferencia, la obligación y el deber, a través de instituciones y formas de delegación. En rigor lógico de esta codificación, «hay personas encargadas de tales o cuales problemas, pero yo no». Sin embargo, «quiero el castigo a mi servicio y los criminales bajo éste», al tiempo que se mantiene una brecha entre quien exige punisión y quien es reconocido como imputable.
Existe un sentido de enfermedad, una visión del individuo enfermo y su contraposición, ideal de micromundo, que se compone por una simple reducción: el barrio — la ciudad, el país, el mundo — sin enfermos; pero consta que no es sin enfermedad sino sin cuerpo enfermo, sin individualidad que consume y satisface su necesidad de consumo violentamente, que se relaciona sexualmente abusando de otra persona, y que, por ejemplo final, dispone de sus propias reglas construídas en los mismos códigos que esa parte de la sociedad que idealiza su propia paz alimenta, pero le resultan inaceptables si cobran otra forma. Esos códigos pueden leerse como: el cuerpo es el objeto del castigo; la isolación es el medio; la inmediatez es manera de reconocer la aflicción del individuo.
Realmente, eventualmente, la enfermedad — drogadicción, sociopatía, sadismo, por caso — se traduce en deficiencia y obligación, donde deficiencia significa incapacidad (o capacidad insuficiente) para perpetuar estructuras, dícese necesarias, y donde la obligación personalísima aparece como parámetro desde el cual la persona enferma debe sanar y compensar a su entorno. La persona enferma se encuentra obligada a sanar, y esa obligación se comprende en la dinámica de castigo y venganza.
A un lado de este lenguaje de relacionamiento, la realidad toma el siguiente cause: el tratamiento de las enfermedades no es incumbencia de toda la sociedad. Existen especialistas, técnicos, autoridades al fin, que disponen de herramientas para tratar con las enfermedades y los enfermos, de igual modo que existe un aval del conocimiento que prepara dos roles: el de las personas aptas y el de quienes se desentienden de las razones de tales cuestiones. Dicha realidad se manifiesta en otras formas también, por ejemplo, cuando es aceptable que quien conduce un auto no tenga que saber de mecánica para hacerlo, ni tampoco para exigir una perfecta reparación del vehículo al mecánico, el técnico, la persona apta. Análogamente: es aceptable para el aspecto dominante de la sociedad que quien reclama justicia, castigo, no sepa manejar un arma, cómo proceder a la reducción de un individuo peligroso, qué provoca las conductas antisociales ni cómo prevenirlas, porque ese conocimiento no se capitaliza individualmente sino socialmente, es información arquitecturalmente distribuída. Para tal aspecto de la sociedad lo importante es que ese conocimiento exista en alguna forma institucionalizada, pero no que lo posea cada individuo.
La enfermedad es visible y no lo es, la estigmatización del enfermo opaca su exposición. El método de enfoque es curiosamente descartiano, resiliente a sus fallas, no se considera sinceramente sistémico. Más allá de los productos académicos, ciencia universitaria a un lado, que podrían dar cuenta de que hay bibliotecas escritas sobre el problema desde una óptica de sistema, los agentes de cohersión pautan que el ejercicio de la justicia se realiza con un problema de plano semiótico: utiliza la palabra «enfermedad» para describir un problema orgánico al que le da, mediante aplicación de normas legales, solución mecánica individualizante y aislante, desnaturalizando la enfermedad para observar en qué degenera pero no cómo se causa y reproduce. De cierto comportamiento antisocial reproducido en una escala que habla de anomia, sólo queda el hecho aislable, enmarcable sólo desde la perspectiva de notar si daña, qué o quién daña y con qué gravedad (el cómo, sin ser omitido, será acotado a la necesidad del proceso judicial), porque son los únicos requisitos para que la Justicia opere: reconocer el daño, al ofensor, la víctima y los aspectos del daño que apoyarán la severidad del castigo.
Hay una razón para que desde la Justicia se coarte la evaluación de los crímenes en cuanto a patologías, para que la relación de significante y significado cambie de enfermedad-enfermedad a enfermedad-crimen, e igualmente de enfermo-enfermo a enfermo-criminal. La razón es que, siendo la Justicia Penal administración pública de la venganza privada, el rol de «conductor que no necesita ser mecánico para demandar reparación de su auto» se extiende a la dimensión jurídica y legal. Entanto sucede, ni los jueces, ni los abogados, fiscales, policias u otro agente implicado en algún punto de la cadena de Justicia, no tienen que entender las anomias como sociólogos, las patologías psicológicas de un individuo como psicólogos, ni la territorialización como antropólogos. Es suficiente para que el aparto de castigo funcione que se reconozca una deficiencia dada y su respectiva obligación. El aparto judicial no visiona los problemas sociopsicológicos, no se lo permite, ni el resto de la sociedad (que no es personal apto) pretende entenderlos así, pues delega la misión de estudiarlos y comprenderlos desde su raíz a los profesionales (técnicos, doctores, en general especialistas)
¿Qué resulta de esta forma de codificar al criminal, la patología social y los medios de castigo? Surge la siguiente premisa: la ignorancia de la enfermedad no es excusa para dejar de castigar. Un enunciado malicioso que cuando se plasma en el tejido social lo hace en detrimento del cultivo de un organismo sano.
No importa a quien clama castigo sobre quien roba con violencia, mata o estupra la dimensión más completa del crimen, sino que se aplique dura sansión.
Ahora, desde este código, lenguaje de justicia, ¿cómo irían a plasmarse las acciones para detener el daño ambiental, hacia personas y otros animales? Si la premisa es el rigor, ¿con cuánta severidad habría de ser castigada una sociedad que no se reconoce así misma como adicta a una estructura sin futuro? Si los esfuerzos por detener la gran maquinaria de explotación sistemática y generalizada se encausaran utilizando esos códigos reputados naturales, realmente, un aspecto importante de la sociedad estaría en aprietos. Un aparato de Justicia sería inconcebible si el castigo se aplicara por crímenes perpretados por casi la totalidad de la sociedad, pues la estructurá fundamental de la Justicia depende de que siempre se mantengan roles bien diferenciados, hace falta que haya personal absuelto y una cuota de individuos que pueda reconocerse como anormal. La sociedad misma que actúa insanamente y anormalmente no puede aplicar la justicia sobre sí, a falta de parámetros sanos y agentes sociales delimitándolos haría tal cosa imposible.
La manera en que las personas exigen justicia, se la concibe o bien como natural o bien como un paradigma sin escalabilidad. Desde mi visión, la actual forma de concebir la justicia (leámos los problemas con los menores de edad violentos y las respuestas planteadas, por ejemplo) es imposible de escalar; dicho de otro modo, el paradigma de criminal obligado y victima inepta causaría desmanes si la forma de vida cotidiana se categorizara como nociva, peligrosa y criminosa.